Esto era una rey que perdió la corona.
Iba con ella por el campo, porque nunca se la quitaba. Se puso a recoger amapolas para la reina y cuando quiso darse cuenta tenía la cabeza pelada. O sea, sin corona.
-Pensemos -se dijo el rey, para darse tranquilidad-. Muy lejos no puede estar, porque las coronas por si mismas no se mueven.
Volvió sobre sus pasos, mirando el suelo. Vio sus pisadas, las huellas dejadas donde cortó amapolas e incluso el lugar en el que se tumbó un momento, en plan descanso bucólico. Nada. De la corona, ni rastro.
-Que no cunda el pánico -se dijo el rey, porque empezaba a temer lo peor-. Si no encuentro la corona, que me hagan otra y ya está.
Y volvió al castillo, con la cabeza pelada. El puente levadizo estaba arriba, por lo que gritó a los guardianes:
-¡Abrid! ¡Soy el rey!
-¡Ja! -replicó un guardián, despectivo-. No tienes corona. Lárgate o disparo un flecha.
-¡Qué soy el rey, hombre! ¡Lo que pasa es que perdí la corona!
Una flecha pasó silbando junto a su oreja derecha.
-¡La próxima no fallará! -Gritaron desde lo alto de la muralla.
-Salvo la muerte, todo tiene solución en esta vida -se dijo el rey para atajar el susto, mientras se alejaba a toda pastilla.
Volvió al campo de amapolas. Buscó y rebuscó. No encontró la corona.
Pero ocurrió algo mejor: tuvo una idea. Empezó a trenzar las amapolas que había recogido para la reina e hizo con ellas una preciosa corona roja. Se la puso en la cabeza y volvió al castillo. No tuvo ni que decir hola:
-¡Abrid al Rey! -dijeron desde lo alto en cuanto lo vieron.
Y él, sacando pecho, se iba diciendo:
-Pensamiento positivo, chaval; esa es la clave.