La hormiga y la mosca

hormiga-rojaUna hormiga le dijo un día a una mosca:

-Las hormigas somos mucho más listas que las moscas.

-¿De veras?

-Las hormigas nos organizamos de miedo y estamos todo el día acarreando alimentos, a las órdenes de nuestro reina.

La mosca se rascó una pata que le picaba.

-Ya. Bueno. Nosotras es que no tenemos reina.

-¿Ah, no? ¿Y quién manda?

La mosca se encogió de alas.

-Nadie. Cada una andamos a nuestra bola.

-¡Qué horror! ¡Así no llegaréis a ninguna parte!

La mosca alzó al vuelo y dijo desde arriba.

-¿De veras?

Sin esperar respuesta, desapareció volando a toda pastilla.

La hormiga sonrió satisfecha, mientras regresaba arrastrando un pesadísimo grano de trigo:
-¡Qué suerte que tengo por haber nacido hormiga!

El río Tacaño

tigre 22Esto era una vez un tigre al que se le borraron las rayas. Fue al pasar un río. Entró en él con rayas  y salió sin ninguna, con la piel de un solo color.

-Caramba. ¿Qué puede haber pasado?

Decidió volver al río y atravesarlo de nuevo, pero a la inversa. O sea, entró en él sin rayas. Y cuando salió al otro lado las tenía de nuevo.

-¡Venga ya! ¡Esto no puede ser!

Corrió hacia la óptica de su buen amigo el puma Gilberto,

-¡Mírame los ojos, Gilberto!

El óptico se los miró bien mirados.

-Los tienes perfectamente, Nicolás -que era como se llamaba el tigre.

Su amigo lo miró deprimido.

-Pues en el río me veo con rayas en un lado y sin ellas en el otro.

El óptico soltó una carcajada.

-¡Jajajaja…! Eso es porque cruzas el río Tacaño. ¿Sabes por qué lo llaman así?

-No.

-Porque siempre se queda con algo de quienes lo atraviesan. Aunque si vuelves de inmediato, está obligado a devolver lo cobrado, tal y como marca la ley.

El tigre Nicolás no volvió a cruzar nunca un río. Por si todos se llamaban Tacaño.

El hipopótamo bailarín

hipo 3Érase una vez un hipopótamo que quería ser bailarín.

— ¿Qué tipo de bailarín? –le preguntó extrañado el asesor laboral que habían contratado aquel año en la selva.

— Ballet clásico. Eso es lo que quiero bailar.

— ¡Mi madre! –Exclamó el asesor, sin poder contenerse.

— ¿Qué pasa? ¿Algún problema?

— No, no, no. En absoluto. El rey de la selva ha dicho que cada uno debe poder ser lo que desee. Si tu quieres ser bailarín de ballet clásico, lo serás. La semana que viene empezarán tus clases.

— ¡Yuhuuuuuu…! –Gritó el hipopótamo, mientras volvía a su río, loco de alegría.

Y el asesor laboral, en cuanto quedó sólo, llamó por teléfono.

—¡Necesito una malla gigante de ballet!

— ¿Cómo de gigante?

— Como para un hipopótamo.

— ¡Uf! No sé si tendré arañas suficientes…

—  ¿Arañas?

— Claro. ¿Quién se cree usted que teje y teje con más calidad?

— Pues contrata las arañas que haga falta. Pero el lunes necesito tener el pedido.

— ¡Vale, vale!

Y colorín, colorado; a la semana siguiente el hipopótamo bailarín apareció «mallado».

La araña modista

arañaEsto era una araña que decidió ser modista.  Su padre, el arañón, se sorprendió al saberlo.

– ¿Cómo modista?

– Si, papá. Lo que mejor se me da es tejer telas estupendas. Por tanto, me dedicaré al mundo de la moda y me haré rica y famosa.

— ¡Ah, bueno! ¡Tu quieres ser diseñadora de modas!

— Sí, modista.

El arañón movió la cabeza, con signos de desaprobación.

— A ver, hija. Esto es importante. Si quieres triunfar, sea en la moda o en pastelería, empieza por no llamar las cosas por su nombre…

—Bueno, yo…

— Tu, atiende. Una modista nunca llegará muy lejos, por bien que lo haga. Pero si te anuncias como diseñadora de moda y creadora de tendencias, eso ya…

La araña que quería ser modista comprendió.

Se hizo llamar diseñadora. De vez en cuando tejía alguna tela rara, para que no pensaran que carecía de «creatividad».  Y, en efecto, llegó a ser rica y famosa.

La princesa y sus dos gallinas

foto princesa gallinasA la princesa Lucía le encanta ser princesa.

-Otros niños no saben qué serán de mayores. Pero una princesa, sí; desde que nace. De mayor seré reina. Ya está. ¡Je!

A la princesa Lucía le gusta pensar cosas así. Lo único que no le gusta de ser princesa es que a veces se siente demasiado sola.

-No hay otras princesas para hablar de nuestras cosas. Y las otras chicas, como soy princesa, hacen todo el rato reverencias y no se atreven a hablarme normal; o sea, como a cualquier otra chica.

Por eso un día su padre  le dijo:

-Para tu cumpleaños te compraré una mascota.

-¿Una mascota? –se extrañó Lucía.

-Sí, una animal de compañía, ya sabes. Se lleva mucho. ¿Quieres un perro, un gato, un loro…?

Lucía se quedó pensativa.

-¡Quiero dos gallinas!

Al rey casi se le cae la corona del susto.

-¡Cómo!

-Me gustan las gallinas. Van a su rollo. Y seguro que escuchan estupendamente cuando quiera contarles algo.

-¿Y tienen que ser dos?

-Por lo menos. Para que no se sientan tan solas como yo.

El rey se fue a hablar con la reina.

-Lucía necesita hermanos, me parece.

La reina se encogió de hombros.

-¡Uf! ¡Con la de líos que tenemos y lo caros que salen ahora los hijos…! De momento regálale las gallinas. Y de lo otro, ya veremos.

De ese modo fue como Lucía se convirtió en la primera princesa del mundo en tener de mascotas a un par de gallinas. Cuando se sentía sola, les contaba sus penas. Y ellas, muy educadas, le respondían con cacareos.

El lobo vegetariano

lobo vgetarianoEsto era un lobo que no comía carne. No la podía soportar. No le gustaba. Si veía un rebaño, las ovejas se asustaban, pero él también.

-¡Uf, qué asco! No me comería eso en la vida.

Lo que le gustaba a aquel lobo eran las verduras. Eso le chiflaba. Y en cuanto veía un huerto bien cultivado, se lanzaba en plancha sobre las lechugas.

Las lechugas gritaban:

-¡Socorro, socorro…!

Pero él ni siquiera las oía, porque los vegetales no hablan en la misma onda que los animales y por eso no pueden comunicarse.

-¡Qué ricas!

Se comía todas las que podía y dejaban los huertos hechos una pena. Cuando se iba, el hortelano enterraba llorando los restos de las lechugas muertas, rezaba por las ausentes y calmaba a las pocas supervivientes.

-Con un poco de suerte, no volveremos a verlo. Es el único lobo vegetariano que existe en el mundo.

-¡Que fatalidad! –Exclamaba una vieja lechuga-. ¡Que los dioses de las verduras lo castiguen por no conformarse con comer a sus semejantes!

-Amén.

Y el pobre lobo, ni comiendo verduras, logró tener buena fama.

La princesa cisne

Esto era una bruja malvada que convirtió en cisne a la más bella de las princesas. Desde entonces, la princesa cisne vive en un lago sin saber quién ni qué es. Aunque a veces tiene intuiciones:

-Yo no me siento cisne… ¡Quizá sea un ganso!

Y cuando piensa eso, se pone a hacer gansadas, provocando la risa de todos los del estanque.

El piojo

Esto era un piojo muy picajoso. Se picaba por cualquier tontería.

-¡Qué grande eres! –le decía por ejemplo un amigo.

Y el piojo saltaba de inmediato:

-¡Mentira! Jamás seré grande ni lo quiero ser.

O le decía otro, al cruzarse con él:

-Qué bien te veo, piojillo.

-¡Mentira! Soy pequeñajo y nadie me puede ver bien.

Hasta que un día, un pariente le dijo:

-Oye, si eres un piojo y lo tuyo es picar a otros, ¿se puede saber por qué te picas tu con tanta facilidad?

El piojo se encogió de  hombros:

-Me van los piques. De modo que cierra el pico. O vete a la mina a picar.

El burro elegante

Cuentan de un burro que un día se fue a la ciudad a comprar un sombrero.

-¿Y para qué quiere usted un sombrero, si no es mucha curiosidad? –le preguntó el dueño de la sombrerería.

-Para estar elegante en la pedida de pezuña de mi burra favorita.

-¡Ah, caramba! Eso requiere un sombrero de alto copete. Pruébese éste.

Y le tendió un hermoso sombrero de copa.

-Perfecto –dijo el borrico-. Ahora solo me falta un bastón y dos pares de zapatos de claqué.

-¿También baila usted?

-No, pero si he de dar coces y palos delante de mi futura señora burra, quiero hacerlo con estilo y sin desmerecer.

El burro se fue y el sombrerero se quedó en la puerta de la tienda mirándolo y rascándose la calva a más no poder:

-¡Caramba con los burros! No son como yo pensé…

La serpiente

Esto era una serpiente que un día, muerta de hambre, se comió una remolacha. Las serpientes no son vegetarianas, así que le sentó fatal y la tripa le empezó a doler un montón.

-¡Ay, ay! – se quejaba.

-¿Qué te pasa? –le preguntó un parajillo, desde lo alto de la rama de un árbol.

-Me duele horrores el vientre.

-Te habrá sentado mal algo…

-Puede, pero no sé que fue lo último que comí. No me fijé. Si te asomaras a mi boca y me dijeras qué tengo ahí dentro quizá pudiera buscar remedio para los dolores.

Eso dijo la serpiente desde el suelo, mirando hacia arriba y abriendo a tope la boca. El parajillo no sabía qué hacer.

-¿Quieres que mire ahí dentro?

-Por favoz, hazlo. Me siento morir.

-Vale, pero ten cuidado…

El buen pajarillo bajó de la rama volando y se metió en la boca de la serpiente para ver qué había comido.

Si lo vio nunca se supo, porque la boca se cerró de inmediato. Aunque quizá desde dentro oyera a la serpiente:

-Qué alivio. Por fin un poco de comida digestiva.

Y esta es la Moraleja: donde haya peligro nunca metas la cabeza.

La gallina calva

Esto era una gallina llamada Clotilde que un día empezó a perder plumas.

-Oye, Cloti –le cacareó una amiga-, ¿no te estarás quedando calva?

-Puede. Pero no me importa.

-¿Ah, no?

-No. Porque las plumas hacen muchas cosquillas. Y estoy harta de reírme a todas horas.

La amiga se fue, moviendo la cabeza con desaliento:

-Pobre Cloti. Con la edad, se le está yendo la cresta.

Cebra

En cierta ocasión un preso se escapó de la cárcel con su uniforme de rayas. No tenía dónde esconderse y se metió en un parque zoológico para pasar la noche. Un mono que lo vio, se puso a chillar:

-¡He visto una cebra que anda sobre dos patas!

El preso se escondió y los vigilantes del Zoo, alarmados por los gritos, se llevaron el mono al siquiatra.

Divorcio de loros

Cierto día, la lora le dicho a su marido, el loro:

-Oye, que me divorcio.

Y él, repitió:

-Oye, que me divorcio.

-De acuerdo -dijo ella.

-De acuerdo -repitió el.

Llegó el abogado, que era un tucán, y les dijo:

-¿El divorcio será amistoso?

-Sí -dijo la lora.

-Si -dijo el loro.

Y el tucán, asombrado, murmuró:

-Con lo que bien se llevan, no sé por qué se separan.

-¡Porque es horrible no poder conversar! -chilló la lora.

-¡Porque es horrible no poder conversar! -copió el loro.

El abogado ya no dijo ni pío.

El loro enamorado

En cierta ocasión, un loro se enamoró de una lora.

-Daría mi vida por darte un beso -le soltó.

Y la lora respondió con asombro:

-¡Pero si las aves no tenemos labios!

-¿Y qué?

-Pues que sin labios no se puede besar.

El loro enamorado se rascó la barriga.

-¡Oh, vaya! Pues daría mi vida porque nos diéramos un pico,

(Y de ahí lo de «darse un pico», que dicen los jóvenes de ahora, cuando se besan, pero de modo breve y superficial: ¡menudos pájaros!)

Isidro y los bueyes

Esto era un buey harto de trabajar.

-¿Y si nos declaramos en huelga? -le dijo un día a su compañero de yunta, con el que se pasaba el día labrando la tierra.

-¿Qué pedimos?

-Mejores condiciones laborales y forraje extra, con algo especial para comer los domingos.

Se lo dijeron al jefe, que se llamaba Isidro.

-¿Pero qué me estáis contando?

-Estamos hartos de mucho trabajo y poco manduque -dijo el buey reivindicativo.

-Manduque quiere decir comida -explicó el otro buey.

Isidro movió la cabeza con desaliento.

-Esto sí que no me lo esperaba de vosotros, con lo que os aprecio… ¡¡Angel…!!

De los cielos bajó volando un ángel con un espada encendida y los bueyes se echaron hacia atrás.

-¡Maldita sea! ¿No es este el ángel que echó a Adán y Eva del paraíso? -dijo el buey reivindicativo.

-Va a ser que sí -respondió el otro buey, tembloroso.

E Isidro, mirándolos despectivo, dijo:

-Empecemos de nuevo. ¿Qué era lo que me queríais decir?

Los dos buyes contestaron al unísono:

-¡Qué estamos encantadísimos de trabajar para usted todo lo que quiera y a cambio de lo que sea, faltaría más don Isidro!

El ángel de la espada en llamas los miró feroz:

-¿Don Isidro?

-Perdón -se corrigieron los bueyes-: San Isidro, queríamos decir.

-Pues hala, todo aclarado, y a trabajar, que yo me voy a echar una cabezadita…  O sea, a rezar; me voy a rezar.

Eso dijo el labrador y dejó que los bueyes labraran la tierra solos, aunque vigilados, eso sí, por el ángel más temible de la creación.

La historia la contaron después de otra forma, pero fue así, tal cual.